La música vocal española es un océano ilimitado. Aun circunscribiendo el concepto a la música escrita por compositores españoles utilizando el español como texto soporte, el objetivo se antoja inabarcable. Si añadimos (como no puede ser de otra forma) el repertorio legado por aquellos autores que, no siendo estrictamente españoles, desarrollaron en España una parte importante de su creación (tal el caso de Mateo Romero o de Luigi Boccherini) o que utilizaron otras lenguas en sus composiciones (latín, catalán, euskera, gallego o cualquier otra extra-peninsular), podemos concluir que necesitaríamos varias vidas para explorar, siquiera someramente, tan ingente material.
Siendo esto así, ¿por qué la música vocal española tiene una presencia tan escasa en las programaciones de los conciertos, en los planes de estudio de los centros educativos, en los cursos y encuentros que se desarrollan en nuestro país?
Podemos aducir razones objetivas: la falta de ediciones accesibles a los intérpretes, el reducido número de grupos o solistas españoles que puedan abordar este repertorio con solvencia, el desconocimiento de buena parte del cuerpo docente de conservatorios y escuelas, el desinterés de programadores y gerentes de organismos públicos o privados, la pobreza de la actividad audiovisual, etc.
Pero todas estas razones y otras muchas que podríamos enumerar remiten a una cuestión nuclear presente desgraciadamente en la valoración de gran parte de nuestro patrimonio cultural: el prestigio o, en este caso, la ausencia de él.
Nadie discute la capital importancia de figuras como Tomás Luis de Victoria (aunque se recurra a grupos extranjeros a la hora de hacer una grabación integral de su música en el año del centenario) o Manuel de Falla (aunque sea más fácil escuchar “Winterreise” de Schubert que las “Siete canciones populares españolas”), pero cuando nos enfrentamos a nombres menos paradigmáticos surge inmediatamente la duda: ¿merece la pena? La desconfianza que produce el desconocimiento, antesala del complejo de inferioridad.
Siendo esto así, ¿por qué la música vocal española tiene una presencia tan escasa en las programaciones de los conciertos, en los planes de estudio de los centros educativos, en los cursos y encuentros que se desarrollan en nuestro país?
Podemos aducir razones objetivas: la falta de ediciones accesibles a los intérpretes, el reducido número de grupos o solistas españoles que puedan abordar este repertorio con solvencia, el desconocimiento de buena parte del cuerpo docente de conservatorios y escuelas, el desinterés de programadores y gerentes de organismos públicos o privados, la pobreza de la actividad audiovisual, etc.
Pero todas estas razones y otras muchas que podríamos enumerar remiten a una cuestión nuclear presente desgraciadamente en la valoración de gran parte de nuestro patrimonio cultural: el prestigio o, en este caso, la ausencia de él.
Nadie discute la capital importancia de figuras como Tomás Luis de Victoria (aunque se recurra a grupos extranjeros a la hora de hacer una grabación integral de su música en el año del centenario) o Manuel de Falla (aunque sea más fácil escuchar “Winterreise” de Schubert que las “Siete canciones populares españolas”), pero cuando nos enfrentamos a nombres menos paradigmáticos surge inmediatamente la duda: ¿merece la pena? La desconfianza que produce el desconocimiento, antesala del complejo de inferioridad.